“Perchè l’età ne invola
il desir cieco e sordo
con la morte d’accordo,
stanco e vicino all’ultima parola”.
Michelangelo Buonarroti[1]
PRÓLOGO
«Siento alrededor de mi garganta una garra que atenaza y se ciñe, cual martirizante cilicio, y aprieta con despiadado rigor mi yugular. Apenas si permite entrar aire a los castigados pulmones. La sangre parece haberse paralizado en su lento y cansino recorrido hacia este
avejentado corazón. Escasamente siento sus latidos, se va ralentizando, poco a poco, agotado, marchito, decepcionado del ritmo en que he quemado mi vida.
»Una vida absurda, vacía e inservible para nada ni nadie. Difuminada entre gloriosas fantasías y esperanzas truncadas. Consumidora de sueños e ilusiones, destructora de realidades y proyectos amasados en la juventud y desperdigados por el estrecho y longevo camino de mi desgraciada existencia.
»¿Por qué tuve que nacer? ¿Qué he hecho en mi larga vida que mereciera la pena? No tengo hijos, ni siquiera herederos de mi arte. ¿Quién acudirá a llorar sobre mi tumba?
»Pero… ¿En realidad puede llamarse arte a cuanto dejo tras de mí?... Ciertamente lo creí. Dios es testigo de que viví para él,anteponiéndolo, en ocasiones, a su divino mandato.
»He vivido para ese arte, construí alrededor de él mi propia religión e intenté preservarlo de las sucias inmundicias de una Iglesia pervertida y amoral, en donde el pecado de la carne es el menor de sus vicios. Una Iglesia dirigida por hombres crueles y despiadados que no dudan en robar, maltratar, difamar, pervertir y hasta asesinar por el simple placer de ver sufrir a los semejantes y saciar sus ambiciones. Llevo toda una vida sintiendo el candente hierro de su intransigencia y egoísmo en mis carnes, el despotismo de sus desmanes y apetencias, la indignante injusticia de sus absurdas decisiones. Gran parte de la amargura en que he consumido mis años se la debo a los diferentes representantes de Pedro en esta pagana tierra.
»¡Ah, despiadados pervertidos! ¡Profanadores de la Verdad! ¡Inicuos fornicadores de la Inocencia! No quedaréis impunes el terrible día del Juicio Final. Muchos ya habéis sido juzgados para la eternidad en mi fresco de la Cappella Sistina,[2] si bien, será el Gran Juez quien dicte la máxima condena para cada uno de vosotros, en ese no tan lejano momento. Entonces acontecerá “el llanto y el crujir de dientes…”. Tendréis como acusadores a cuantos hayáis ultrajado y pisoteado bajo vuestro inmerecido poder de máximos representantes de la Iglesia de Cristo.
»Más… ¡Ay de mí! Que también estaré presente en tan severo y justo acto. ¿Cómo poder mirar al Salvador sin caer abochornado ante su presencia? ¿No soy yo tan culpable como todos ellos? ¿No me doblegué a sus mandatos y exigencias? ¿No gasté el divino don que Él me había concedido en representaciones banales e impías?
»Sí, ¡mi Dios!, ¡te he fallado! Tú me concediste un genio especial para representar la belleza pura y celestial y ¿cómo lo he utilizado?... Esculpiendo figuras de héroes mitológicos y escenas paganas, pinturas de vírgenes y santos desnudos con cuerpos de
atléticos dioses idólatras. Apenas La Pieta de San Pietro se salva de mi pecado de corrupta humanidad. No soy tan diferente de mis ególatras mecenas. Bien merezco tu castigo.
»Pero… tampoco me dejaste libertad de seguir otro camino. ¡Tú bien lo sabes! Adoro al hombre, él es el más grande logro de tu generosa creación. Significa la perfección de la belleza, la magnificencia de tu propio pensamiento. Al crearlo lo recreaste a tu imagen y semejanza. Creo en el hombre y su sabiduría, como fiel reflejo de ti mismo; amo la hermosura de sus formas, cada pliegue de su cuerpo, el más pequeño e insignificante de sus músculos es ya un auténtico milagro. ¿Cómo permanecer impasible ante tal derroche de belleza y perfección? Mis viejas y entorpecidas manos, un tiempo fuertes y ágiles, adquirían vida propia ante la contemplación de un cuerpo hermoso, una cara con el resplandor de la inteligencia o un incitante escorzo corporal. ¡No podía resistirme a semejante llamada! ¿Acaso tengo yo culpa de la perfección de tus criaturas?
»Cada vez que me encontraba ante un vasto bloque de mármol, visionaba su interior. ¡Era tan fácil! Apenas quitar algo de aquí o allí, eliminar aristas y asperezas de la dura y tosca piedra, pero… ¡ellos estaban dentro! En espera de ser rescatados de su eterna prisión marmórea. Pedían con angustiosos gritos la esperada libertad, exigiendo el derecho de existir y perdurar para la posteridad, de asombrar a futuras generaciones con la perfecta anatomía de sus formas…
»No, Señor. No era yo quien los tallaba, eran ellos que brotaban, en dolorido alumbramiento, a través de mis encallecidas manos. El duro y frío cincel no ha sido sino la herramienta liberadora que ha sacado del injusto olvido a cada una de mis estatuas. ¿No merezco por tanto tu perdón? ¿No fueron tus justos designios los que me encomendaron tamaña tarea?
»En esta triste hora en que, cercano a la muerte, contemplo horrorizado los errores de mi vida, no busco justificación a mis locuras. Solo apelo a tu benefactora comprensión, por eso te ruego que no hagas oídos sordos a la angustiosa súplica de este miserable pecador, cuyo mayor delito fue amar todo lo bello y hermoso que tu infinita generosidad tuvo a bien regalar a la humanidad».
Un ligero movimiento de cabeza fue la llamada de atención para los pocos amigos que asistían a tan dolorosa escena.
―Dejo mi alma en manos de Dios…
Hablaba con un hilo de voz. Las palabras apenas si eran perceptibles para los presentes, reunidos en torno a la cama, dentro de la fría y silenciosa alcoba.
―Mi putrefacto cuerpo a la tierra…
Un profundo suspiro atravesó su dolorida y reseca garganta.
―Y mis bienes terrenales a los parientes más próximos…
Un repentino y ronco ataque de tos, más cercano al estertor, ocultó a los oídos amigos las últimas voluntades del moribundo genio. Acto seguido cerró los ojos, en un último esfuerzo por mantener la lucidez y la consciencia.
«Si es pecado amar al arte, me confieso pecador. Es más, seguiré pecando aún después del fatídico instante en que mi cansado corazón consuma su último latido. Aceptaré la ira de tu castigo eterno. Embarcaré en la temida Barca de Caronte y navegaré hasta el fin de los tiempos, condenado y humillado, en compañía de la escoria del mundo. Ni una sola queja escucharás que brote de mis arrugados labios, ninguna lágrima rodará a través de mis enjutas mejillas. A pesar de todo ello: ¡Jamás renegaré de mi arte!».
Dos gruesas lágrimas se deslizaron, con extrema lentitud, por el arrugado entorno de las pálidas mejillas.
«Apiádate, Dios mío, de este miserable pecador que, incluso a las mismas puertas de la muerte, antepone su amor a la belleza de un arte, para él divino, a la eterna salvación de su alma.
»¡Todopoderoso, perdona a este eterno enamorado del Amor! Que los frescos que a ti dediqué en la Cappella Sistina sean la tarjeta de visita que me brinde el acceso a tu Sagrada Morada. Sírvete regalarme una gota de tu Sagrada Sangre derramada que redima los tortuosos y execrables errores de mi equivocada existencia».
Un extraño estremecimiento recorrió el agonizante cuerpo, provocando en el moribundo un agudo gesto de lacerante dolor.
«Tutto e finito![3]... Siento el hielo de la muerte avanzar por mis entrañas. La ignorancia de la nefasta parca me nubla el entendimiento. Con el penúltimo hálito de mi apagada existencia te hago mi última y desesperada petición:
»¡Apiádate del más indigno de tus hijos! ¡En tus manos encomiendo mi espíritu atormentado!
“L´arte e la morte non van bene insieme”».[4]
…
El apagado y triste quejido de la acompasada campana, de un cercano monasterio, acompañó el último de los suspiros del más excelso el insigne artista del Renacimiento y uno de los grandes hombres de la historia de la humanidad.
MICHELANGELO BUONARROTI “Il Divino”
Caprese (Arezzo), Florencia 6 de marzo de 1475
Roma, 18 de febrero de 1564
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[1] “Porque la edad roba
los deseos ciegos y sordos,
con la muerte de acuerdo,
cansado y cercano a la última palabra”.
[2] Capilla Sixtina: Mandada edificar por el papa Sixto IV, dentro del
Palacio Apostólico (1473-1481). En la actualidad es la sede del
cónclave que elige al nuevo papa.
[3] …¡Todo está terminado!...